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La puerta cerrada era su santuario y su escenario. La morrita, con una sonrisa pícara, se recostó en su cama y sacó su arma secreta: un dildo enorme, negro y con venas, que parecía imposible de que cupiera en su cuerpo. Lo empezó con besos y lametazos, mojándolo con su saliva antes de guiarlo hacia su panocha ya humedecida. El estiramiento inicial la hizo gemir, una mezcla de dolor y un placer profundo. Poco a poco, se lo fue metiendo, perdiéndose en la sensación de estar llena hasta reventar. Se puso de cuatro, se montó sobre él, se lo metió por todos lados, una traviesa solitaria que usaba su juguete gigante para llevarse al límite, grabando cada momento para su colección privada.
