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La linda jovencita temblaba en la cama, pero no de miedo, sino de pura excitación. Su panocha, ya rojita y hinchada, estaba escurriendo a chorros, un charco de deseo en las sábanas que delataba su ansiedad. Él se acercó con cuidado, y al posar su glande en su entrada, ella no pidió clemencia. «Métela», susurró, con la voz rota. El empujo fue firme y directo. Ella gritó, un grito de dolor y placer que se mezcló con el sonido de su himen rompiéndose. Una vez dentro, él se quedó quieto, dejándola adaptarse. Pero ella, cachonda y desvirgada, empezó a moverse sola, cabalgando con una furia que la hacía gritar más, pidiendo que la follara sin tregua hasta que corría como nunca.
