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El baño del antro olía a deseo y a cheap perfume. Mi amigo, el que no perdona, ya tenía a la doña contra el lavamanos. La ropa era un estorbo, un fastidio que él apartó con la misma brutalidad con la que la partió de piernas. No hubo besos, ni palabras. Solo el sonido de su carne golpeando la de ella, un ritmo seco y castigador que hacía temblar los espejos. La doña, con los ojos perdidos y la boca abierta, solo podía soltar gemidos ahogados mientras él la usaba a su antojo. A través de mi pantalla, grababa cada segundo de esa conquista salvaje, un trofeo más para su colección.
